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Archive for the ‘historia y teoría’ Category

CelaCamilo José Cela publicó La familia de Pascual Duarte en la editorial Aldecoa a finales de 1942. A finales del año siguiente, la censura secuestró la segunda edición de la obra. Como no hay mal que por bien no venga, explica Cela que «cuando me retiraron la novela empecé a ocuparme de las traducciones» (p. 562). En abril de 1944, Cela firmó un contrato de traducción con la editorial londinense Eyre & Spottiswoode, aunque la novela, traducida por John Marks (corresponsal del Times en Madrid), no apareció hasta enero de 1947 por culpa de la guerra. Cela comenta con satisfacción que, aun antes de su aparición, la BBC había hablado del Pascual Duarte como «la versión española y superada de La cabaña del tío Tom» (p. 562).

La traducción italiana, «en rústica y con un papel bastante malo» (p. 563), apareció en la editorial Perrella en octubre de 1944, a cargo del filólogo Salvatore Battaglia, también traductor de Ortega y Pérez de Ayala y futuro director de los primeros siete volúmenes del Grande dizionario della lingua italiana de la editorial UTET, conocido como «el Battaglia».

También en 1944, en julio, empezaron los contactos con Junker & Dunnhaupt para la edición alemana. La idea era que el Pascual Duarte apareciera en una colección de novelas españolas en gran tirada, pero el proyecto, quizá por exceso de ambición, nunca llegó a puerto. La traducción de la novela de Cela al alemán apareció finalmente en 1949 en la editorial J. P. Toth, firmada por George Leisewitz, amigo de Ramón Pastor, director de ABC y amigo a su vez de Cela.

Cela PD-INGLa edición francesa también fue algo accidentada: en noviembre de 1943 hubo un par de primeros contactos que nunca llegaron a fructificar. Tres años más tarde, en 1946, Cela firmó un contrato con el representante del que habría de ser su traductor galo, Jean Viet, quien en 1948 publicó la traducción en la revista Esprit (nn. 1-4) y, más tarde ese mismo año, en volumen, en la editorial Seuil. Cela recibió un solo ejemplar a través de un amigo: «eran tiempos de fronteras cerradas y de comunicaciones difíciles» (p. 566).

En marzo de 1945, Cela firmó un contrato para la edición portuguesa, traducida «por mi amigo y compañero en la facultad de derecho de Madrid, José Figueroa d’Oliveira», pero cinco años después el de Iria Flavia explicaba que «no he vuelto a saber una palabra, y el contrato lo doy por caducado» (p. 567). La traducción portuguesa aparecería finalmente en 1952, en la editorial Estúdios Cor, traducida por Tomaz Ribas.

Las traducciones a lenguas más lejanas también corrieron diversa fortuna. En noviembre de 1945, el diplomático Theodore P. Neïcov obtuvo permiso del autor para proceder a las traducciones al búlgaro y el ruso, a las que también se les perdió la pista. En cuanto al sueco, en 1947 la editorial Lars Hökerbergs publicó la traducción de Alfred Åkerlund «en un libro gordo y con un papel espléndido» (p. 570). En 1950 se publicaron las ediciones al danés y al holandés: la primera «está traducida por Karen Nyrop Christensen —me figuro yo, porque no entiendo ni palabra— y la editó Westermann» (p. 570); la segunda, de Raul Römer, apareció en la editorial Allert de Lange.

El Pascual Duarte también se publicó en otras lenguas de España: Miquel M. Serra Pastor tradujo la novela al catalán en 1956, y Vicente Risco hizo lo propio al gallego en 1962. Parece que la traducción gallega le hacía especial ilusión a don Camilo, que se expresa así en una carta al escritor Carlos Martínez Barbeito, fechada a 10 de octubre de 1962: «Mi Pascual Duarte, como tú sabes, está traducido, no a todas, ciertamente, pero sí a la mayor parte de las lenguas europeas. Queda una, sin embargo, que me ilusionaría sobre todas las demás y esa lengua, quizás te lo vayas tú imaginando, es el gallego».

Cela PD-ITAEn cuanto a la versión catalana, Cela reconoce en una nota de la edición de Destino de 1962 que el traductor le hizo notar algún error: en ediciones anteriores se decía que en un momento dado Pascual se levanta, cuando en realidad, «según me hizo ver mi traductor al catalán, ya estaba levantado» (p. 117, n. 52). Las distintas reediciones en castellano también sirvieron para enmendar algunos errores e inverosimilitudes, como el propio Cela comenta en «Andanzas europeas y americanas de Pascual Duarte y su familia» (pp. 568-570).

Cela detalla también las ganancias que le reportó la novela y afirma que «lo que llevo sacado [hasta 1950] es una miseria» (p. 571). Según sus cuentas, las distintas ediciones le reportaron 46.863,20 pesetas en ocho años, de las que hay que descontar 13.371,80 pesetas de pérdidas de la primera edición (para publicarla en otro sello, Cela había tenido que pagar un rescate de derechos de 15.000 pesetas): «un total efectivo de 33.491,40 pesetas». A modo de comparación, pensemos que en 1950 el salario nominal mínimo de un minero era de 14,37 pesetas por jornada, lo que multiplicado por ocho años nos daría casi 42.000 pesetas.

[Fuentes: Los datos y las indicaciones de página proceden de Camilo José Cela, «Andanzas europeas y americanas de Pascual Duarte y su familia», en Obra completa, vol. 1, Barcelona, Destino, 1962, pp. 550-576, donde figura una lista parcial de las ediciones de la obra, la cual reaparece, algo más completa, en las pp. 40-42 del mismo volumen ¶ La carta a Carlos Martínez Barbeito aparece en Adolfo Sotelo, Variaciones Cela, Barcelona, UB, 2018, p. 44 ¶ Sobre la traducción al gallego, véase Alfonso Vázquez-Monxardín Fernández, «A traducción galega de A familia de Pascual Duarte», Boletín Galego de Literatura, n. 29 (2003), pp. 167-220, accesible en línea ¶ Los datos sobre salarios de 1950 proceden del anuario estadístico de 1951, accesible en la web del INE.]

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Josep Janés (1913-1959), fundador de la casa que llevó su nombre y donde aparecieron varios de los libros de Malaparte (incluida la primera edición de Kaputt), empezó su andadura como editor a los veintiún años. En efecto, la colección semanal «Quaderns Literaris» empezó a publicarse el 12 de abril de 1934 con vocación cosmopolita: «divulgar en Cataluña una literatura extranjera escogida, a la vez que situaba la literatura del país al mismo nivel con la publicación de ambas en una misma colección» (Hurtley, pág. 142). Algunos de los autores que aparecieron en traducción catalana gracias a esta iniciativa fueron Mauriac, Huxley, Gide, Sinkiewicz, Beerbohm, Hemingway, Poe, Papini o Tagore.

El perfil de los traductores és variopinto. Encontramos entre ellos (además de al propio Janés) a escritores como Sebastià Juan Arbó, Joaquim Ruyra, Joan Oliver, Rosselló Pòrcel, Josep Pous i Pagès y Rafael Tasis; a traductores a los que rara vez se recuerda como tales, como Martí de Riquer o Ferran Canyameres, y a traductores de excepción, como Carles Riba. Hay muchos otros: Josep Farran y Mayoral, Lluís Palazón, Feliu Elias, Ramon Xuriguera, Felip Cabestany, Alfons Maseres, Irene Polo, Rosa Alavedra, Jeroni Moragas… La nómina puede encontrarse completa en el libro de Jacqueline Hurtley, Josep Janés. El combat per la cultura (Barcelona, Curial, 1986), al que he ido a parar –en busca de datos sobre don Manuel Bosch Barrett— por recomendación de Josep Mengual.

Janés-Mompou

Josep Janés con Frederic Mompou

El documentadísimo estudio de la profesora Hurtley incluye una sección entera dedicada a las traducciones publicadas en la editorial José Janés (págs. 312-323), donde, además de ofrecer valiosos datos, hace alguna reflexión que deberían plantearse quienes juzgan a la ligera las traducciones de antaño. Verbigracia:

En este estudio me he resistido a hacer una evaluación crítica exhaustiva de las obras traducidas desde el punto de vista lingüístico […] porque no me parece justo criticar un trabajo que se hizo, en muchos casos, para sobrevivir y en un contexto social de depuraciones y pena capital.

Hurtley tantea con ojo de buena filóloga las razones a que pueden obedecer determinados errores y lagunas (convicciones ideológicas y religiosas del traductor, autocensura debido a las presiones de la Vicesecretaría de Educación Popular) y explica cómo aprendieron idiomas algunos de los traductores que trabajaron para Janés: «Bosch Barrett conocía el inglés por parte de madre y también porque había utilizado esa lengua en su vida profesional», Lluís Palazón «había trabajado en la compañía cinematográfica Metro Goldwyn Mayer en Barcelona y debía de estar familiarizado con el inglés norteamericano». Eduardo de Guzmán lo aprendió «intentando leer los periódicos ingleses que llegaban a Madrid» y, de 1940 a 1944, gracias a unos gibraltareños con los que compartió tiempo de prisión. E incluso se nos informa de cuáles eran las tarifas: De Guzmán recibía de Janés unas trescientas pesetas por traducir una obra de unas doscientos cincuenta páginas, y unas cuatrocientas por escribir una novela del Oeste o policíaca de menos de doscientas páginas.

Por último, me ha llamado mucho la atención el comentario sobre el prolífico Juan G. de Luaces, exteniente coronel del ejército republicano, muchas de cuyas traducciones — supuestamente del inglés, el francés, el alemán, el italiano, el portugués y el ruso– todavía circulan reeditadas:

Los conocimientos de inglés que podía tener Juan G. de Luaces debían de estar distorsionados por el alcoholismo, que, además, debía de disminuir su sentido de la responsabilidad. A menudo el lector se encuentra con un lenguaje simplificado, sintomático de la falta de cuidado, de interés, de las ganas de acabar rápido.

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George Chapman –a quien algunos identifican con el Poeta Rival de los sonetos de Shakespeare– publicó en 1616 la primera versión completa en inglés de las obras de Homero. Doscientos años más tarde, John Keats escribía el famoso soneto titulado «On First Looking into Chapman’s Homer», singular reconocimiento a la titánica labor del poeta isabelino. El poema dice así:

Much have I travell’d in the realms of gold,
And many goodly states and kingdoms seen;
Round many western islands have I been
Which bards in fealty to Apollo hold.
Oft of one wide expanse had I been told
That deep-browed Homer ruled as his demesne;
Yet did I never breathe its pure serene
Till I heard Chapman speak out loud and bold:
Then felt I like some watcher of the skies
When a new planet swims into his ken;
Or like stout Cortez when with eagle eyes
He star’d at the Pacific — and all his men
Look’d at each other with a wild surmise —
Silent, upon a peak in Darien.

En la única traducción que tengo a mano (la de Alejandro Valero, publicada en Hiperión, algo deslucida por la falta de rima), el poema lee:

Mucho tiempo he viajado por los mundos del oro,
y he visto muchos reinos e imperios admirables,
y he estado en torno a muchas occidentales islas
que los bardos protegen como feudos de Apolo.
He oído hablar a veces de un vasto territorio
que rigió en propiedad el taciturno Homero,
mas nunca he respirado su aire sereno y puro
hasta que he oído a Chapman hablar con vehemencia:
entonces me he sentido como el que observa el cielo
y ve un nuevo planeta surgir ante su vista,
o como el gran Cortés cuando con ojos de águila
contemplara el Pacífico – mientras todos sus hombres
se miraban atónitos y con incertidumbre –
silencioso, en la cumbre de un monte de Darién.

En su famoso ensayo On Translating Homer (1861), Matthew Arnold carga a gusto contra el Homero de Chapman, llegando a confesarse incapaz de leer veinte versos sin exclamar «¡Esto no es Homero!». (El ensayo de Arnold daría pie a una polémica con Francis William Newman, de la que Borges se hace eco en «Las versiones homéricas».) Quizá porque no sabía griego, Keats encuentra en la traducción de Chapman esa grandeza comparable al océano, grandeza que sospechaba –«con los libros famosos, la primera vez ya es segunda», dice acertadamente Borges–, pero que no había sabido encontrar en las versiones de Dryden y Pope.

Alguien dijo que poesía es lo que queda después de traducir un poema. Keats, sin duda, estaría de acuerdo.

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Estoy leyendo estos días unos cuantos de los textos que Valentín García Yebra (fallecido hace algo más de un año) recopiló en el volumen titulado Experiencias de un traductor (Madrid, Gredos, 2006). Ahí encuentro una apología de la traducción literaria que creo deberían leerse todos aquellos académicos y gacetilleros que tratan, a la que pueden, de cargarse de un plumazo la segunda profesión más vieja del mundo. Copio tal cual (pág. 61):

Un traductor de talento, es decir, de comprensión amplia y penetrante y de gran capacidad expresiva, puede y debe contribuir a despertar esos tonos que todavía dormitan en su propia lengua. El verlos expresados en la del original espoleará su inventiva, y el esfuerzo para hallarles equivalente, aunque no llegue a logros totales, robustecerá su propia capacidad expresiva y enriquecerá la lengua de su pueblo. El hecho de que no pueda trasladar a su obra todos los matices, todas las vibraciones, los armónicos todos de la obra que traduce, no debe desanimarlo. ¿Acaso puede el poeta original expresar en un poema todas las gradaciones, todos los matices, todos los tonos del color del cielo y del suelo, todos los rumores, todos los olores, toda la palpitación del mundo en trance de renacer primaveral? Entre un poema y su traducción habrá siempre fisuras, incluso fosos. ¡Entre un poema y la vida habrá siempre abismos! Nadie pretenderá por eso hacer callar a los poetas. Igualmente irrazonable sería negar la legitimidad de la traducción literaria.

Y añade, rompiendo el manido tópico:

Como dice Rolf Kloepfer (Die Theorie der literarischen Übersetzung, München-Allach, 1976, pág. 125), «la traducción es, para un ámbito determinado, a saber, para el de la lengua extranjera, la única forma de vida posible, de supervivencia de la poesía. La traducción es la supervivencia de la poesía, puesto que la poesía sólo vive en la medida en que es comprendida».

Moraleja:

La traducción literaria es, pues, como la composición literaria original, empresa siempre imperfecta, siempre limitada, de éxito siempre relativo, pero siempre también valiosa, si alcanza altura bastante para llegar al reino del arte.

El subrayado es de un servidor. En realidad, la cuestión de la legitimidad de la traducción literaria podía haberse zanjado páginas antes (pág. 56), cuando García Yebra cita unas palabras de Aristóteles (Poética, 51b, 18) que, de haber recordado, habría añadido a mi trujamán de hace unos meses contra los teóricos: «tà genómena phanerón hóti dynatá», es decir «lo que ha sucedido es evidentemente posible».

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Ayer apareció en El Trujamán una brevísima nota sobre la retraducción, partiendo de mi propia experiencia con Malaparte. El tema me interesa y me indigna a partes iguales. Me interesa porque me parece loable retraducir (como caso peculiar de reedición) si lo que se busca es presentar al lector un texto lo más digno posible. Me indigna porque en muchos casos detecto la infinita vanidad de algunos editores y traductores que se mueren por estampar su sello bajo un gran nombre o un gran título. Me interesa porque, en cierto modo, la retraducción, como discusión teórica, es una manifestación viviente del canon, una prueba palpable de cómo y por qué leemos ciertas obras y no otras. Pero me indigna porque es terreno abonado para repetir lugares comunes que, de compilarse, creo estarían a la altura del estupidario flaubertiano.

No voy a relacionar aquí en qué lugares he leído afirmaciones como «el original pervive, la traducción caduca», «la lengua del original siempre está viva, la de la traducción envejece» (no cito verbatim, así que ni os molestéis en guglearlo). Como todas las teorías, me parece que hace aguas cuando pasamos al plano de lo concreto. (Llamarlo teoría, por lo demás, es exagerar, porque generalmente no pasa de ser un apotegma vertido en articulitos de crítica literaria o similares.) Sí que quiero dejar constancia de un breve artículo de Mario Muchnik sobre la versión de Guerra y paz de Lydia Kúper, que me parece el ejemplo a seguir en este terreno. En 2004, apareció en Vasos Comunicantes (núm. 29, págs. 51-57) otro artículo sobre el particular: «La retraducción de literatura contemporánea» de Juan Manuel Ortiz. No quiero dejar de nombrar un libro editado por Juan Jesús Zaro y Francisco Ruiz Noguera: Retraducir. Una nueva mirada (Málaga, Miguel Gómez Ediciones, 2007, aquí una reseña).

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La editorial Gallo Nero publicó a finales del año pasado un libro que ha corrido de boca en boca por librerías y redes sociales, Rue de l’Odeon, de Adrienne Monnier, con traducción y abundantes notas de Julia Osuna. El libro es un mosaico de escritos cortos de la famosa librera parisina. A los chalados de la traducción les interesarán especialmente dos: «La traducción del Ulises» y «Beckett, primer traductor de “Anna Livia Plurabelle”».

«La idea de la traducción del Ulises debió de imponerse bastante pronto, entre 1920 y 1921», escribe Monnier. La circunstancia propiciatoria fue una conferencia que en diciembre de 1921 debía dar sobre el libro Valery Larbaud, autor con una larga trayectoria trujamánica (veinticinco años después publicaría el clásico Sous l’invocation de Saint Jérome, del que, por cierto, no hay versión castellana). Se le propuso encargarse él mismo de la traducción de unos cuantos fragmentos, pero el trabajo le pareció excesivo y delegó en Jacques Benoist-Méchin, que «no tendría ni veinte años». Aunque salieron del paso, los fragmentos quedaron inéditos.

Entretanto se había puesto en marcha la maquinaria para publicar la novela entera en volumen. En 1922 Larbaud recomienda a otro joven desconocido, Auguste Morel, que por entonces había traducido a unos cuantos poetas ingleses. La tarea «le asustaba y además estaba muy ocupado», pero finalmente, a principios de 1924, aceptó, aunque «solamente una vez que le aseguraron que recibiría toda la ayuda posible de Joyce y Larbaud». El 6 de junio, Morel envía, no sin reticencias, parte del trabajo, que debía aparecer en el primer número de la revista Commerce. Uno de los fragmentos es el monólogo final de Molly Bloom. Al verlo, Joyce tiene una idea de bombero: «sugirió que estaría bien suprimir […] no sólo la puntuación, cosa que ya habíamos hecho, sino también las tildes y los apóstrofos». La decisión horroriza a Monnier, pero naturalmente acaba siendo aceptada. El trabajo se dilataría hasta 1929: «cinco años de dificultades casi continuas. No creo que hubiésemos podido llegar al final de la tarea con el beneplácito de Joyce sin la “providencial” aparición de Stuart Gilbert», otro personajillo de lo más interesante del que no voy a hablar hoy.

El capitulito sobre Beckett y la «Anna Livia Plurabelle» tiene apenas dos páginas y casi dice más del atribulado irlandés que del texto de Joyce: «se nos antojaba [a Sylvia Beach y a Monnier] un nuevo Stephen Dedalus […]. Hablaba más bien poco y disuadía todo acercamiento». Corría el año 1930. El original había aparecido en 1925 en la revista Navire d’Argent y, retocado, en 1928, en una edición de lujo de Crosby Gaige (que no «Grosby Gaige», como quiere la errata de la edición de Gallo Nero). A Joyce le gustó la versión de Beckett (ayudado por Alfred Péron), pero prefirió crear su Septuaginta particular reuniendo para ello a «un equipo de cinco personas (cinco más aparte de los dos impulsores de la traducción), con él a la cabeza». De éstas, dice Monnier, «algunas como yo no éramos más que figurantes».

Para Monnier, el primer capítulo de Finnegans Wake (que por entonces se llamaba Work in Progress), era tal vez «el pasaje más hermoso de la obra en marcha de Joyce». Así debió de parecérselo también a Francisco García Tortosa, que en 1992 publicó en Cátedra una versión bilingüe del capítulo con la colaboración de Ricardo Navarrete y José María Tejedor. Al año siguiente, Lumen publicaría, traducida por Víctor Pozanco, la novela entera. Desconozco el resultado, pero no hubiera querido estar en su pellejo.

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Joseph-Pierre Frénais (de quien nada sabía hasta que leí Miss Herbert) pasó al francés los cuatro primeros volúmenes del Tristram Shandy y les antepuso un curioso prólogo. En él –además de glosar la vida y milagros de Laurence Sterne– describe las características de su traducción. Sus palabras conjugan ego y falsa humildad de una manera que me hace pensar que, ya en 1776, había cuajado el discurso acerca de la obligatoria invisibilidad del traductor. (El de invisibilidad, como el de fidelidad, es un concepto que valdría la pena desgranar algún día.)

Frénais manifiesta su ego al afirmar que «si un traductor puede merecer un lugar entre los hombres de letras, a mí cabe aspirar a tal lugar». ¿Y por qué él? Pues porque, según explica, su trabajo no fue un mero trasladar palabras y sentidos: tuvo que «cortar buena parte del original y reemplazarlo con partes de mi invención». Por ejemplo en los chistes, no siempre todo lo buenos que deberían, según Frénais.

Por Thirlwell sabemos, además, que Frénais metió mano considerablemente en algunos pasajes obscenos (cosa que Voltaire aplaudió: «al traductor debemos agradecerle que haya suprimido algún que otro de esos burdos donaires que en ocasiones se les echa en cara a los ingleses»). Verbigracia éste (vol. II, cap. VI):

My sister, I dare say, added he, does not care to let a man come so near her ****. I will not say whether my uncle Toby had completed the sentence or not.

Que Frénais reduce a:

Ma soeur ne veut apparentement pas qu’un homme l’approche de si près…

Como se ve, el chiste desaparece y los puntos suspensivos pierden toda razón de ser.

Aun así, curiosamente Frénais se siente obligado poco más adelante a reivindicar su invisibilidad: «será para mí motivo de gran alegría que el lector no acierte a detectar mi presencia en el libro». Sus palabras del principio nos impiden creernos este arranque de humildad; más bien suena a tópico obligado dentro de las convenciones de un supuesto género al que podríamos llamar «prólogo del traductor». El discurso de la invisibilidad debía de estar ya bien armado en el último tercio del XVIII si nuestro hombre se empeña en meterlo con calzador.

El trabajo de Frénais quedó inacabado. Se encargaron de continuarlo, de forma simultánea, Griffet de la Beaume y el marqués de Bonnay. Quien quiera saber más puede abrir el libro de Thirlwell por la página 371. Los entrecomillados proceden de: Alan B. Howes (ed.), Laurence Sterne. The Critical Heritage, Londres/Nueva York, Routledge, 2002 [1.ª ed.: 1971], págs. 393 y ss.

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Ayer se publicó mi nuevo trujamán, dedicado a la entrada de Simenon en España. La idea de escribir sobre este peculiar caso de competencia editorial vino traída por el azar: durante la investigación sobre Manuel Bosch Barrett, leí las memorias de Sentís y di con los pasajes citados en el truja. «¡Sólo le faltaba ser traductor de Simenon!», pensé. Y es la verdad: Carlos Sentís asistió a la liberación de Dachau y a los juicios de Núremberg, cubrió la fundación de la ONU, alternó con intelectuales y faranduleros, ¡y hasta se bañó con Fraga en Palomares! Luego recordé un artículo de Xavier Pla, que no había leído, sobre Simenon y Canyameres. Lo leí y le añadí los valiosos datos que consigna Rai Ferrer en un libro sobre las portadas de Daniel Giralt Miracle para la colección Simenon del editor Aymà. Mi idea primera era un breve post para el blog, pero la cosa se extendía y pensé que mejor dedicarle un truja. Dicho lo cual, sólo me queda recomendaros que hojeéis el libro con las portadas de Giralt Miracle. Una perla.

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Que nadie me juzgue soberbio si digo que el artículo de hoy en El Trujamán no es un artículo, sino, como dice Henry Miller, «un libelo, una calumnia, una difamación». Necesitaba regurgitar ciertos platos literarios que se me habían indigestado durante los años de universidad: toda esa metafísica de la escritura que tan cara le era a cierto joven profesor que tanto nos hizo aborrecer a autores por lo demás notables. Toda la carrera estuvo llena de lecciones muy clásicas y, a la vez, muy poco exigentes (con la salvedad de las maravillosas clases de Annalisa Mirizio, huida sin dejar rastro en mi segundo año de la licenciatura).

La idea era mezclar esa especie de gastritis con el profundo hastío que siento cada vez que oigo o leo el consabido traduttore, traditore. Éstos y otros lugares comunes los comentamos a veces en Twitter el amigo Robert Falcó y yo con el hashtag #uffachepalle, o ‘joder, qué coñazo’.

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Si a los grandes pensamientos se les da la posibilidad de comunicarse –a través de cualesquiera dificultades y distancias–, producirán siempre grandes pensamientos. Esto justifica todas las traducciones, aun las malas.

Las palabras de Gilbert Highet bien podrían haber aparecido como lema del libro de Adam Thirlwell, convencido defensor de que todo es traducible. Compárense, si no, con un párrafo del principio del libro:

A menudo me pregunto si tras la idea de lo intraducible no se oculta en verdad el deseo de que la traducción sea una equivalencia perfecta, deseo que a su vez alberga el de que el estilo sea algo absoluto. Las traducciones perfectas no existen, como no existen los estilos perfectos. Y sin embargo, hay cosas que aún son traducibles, por más que su traducción no sea perfecta (pág. 9).

Miss Herbert (que también puede encontrarse, a saber por qué, con el título The Delighted States) es un libro primorosamente editado (tapa dura, dos tintas, numerosas ilustraciones, un índice impecable). Su escritura (su estilo, si se quiere) es algo menos impecable, en ocasiones peca de reiterativo y algunos símiles son algo vulgares en su empeño por no excluir al lector no iniciado, pero en conjunto constituye un ameno acercamiento a la historia de la novela y a las teorías del estilo novelesco a través de una serie de ejercicios de close reading para legos y una reflexión crítica (que no esotérica) sobre la traducibilidad de la literatura. No hay lugares comunes ni se aceptan a ciegas las ideas de los autores discutidos (Nabokov, quizá, el que más).

La bibliografía secundaria es parca y a los autores comentados (de Flaubert a Bohumil Hrabal, pasando por Machado de Assis) podrían añadirse otros (se me ocurren Faulkner o Cortázar), pero el libro no tiene afán totalizador y demuestra, en cualquier caso, que el autor no se ha circunscrito a la literatura anglófona. Y aquí entra en juego la traducción: del mismo modo que Thirlwell admite que su conocimiento de los autores rusos y checos se debe a traducciones inglesas y francesas, señala también que si Pushkin pudo leer a Laurence Sterne y adoptar con éxito algunos de sus recursos, lo hizo gracias a las imperfectas versiones francesas:

Por más que me incomode, resulta obvio que tanto en Río de Janeiro como en San Petersburgo, seguía siendo posible, gracias a la lectura aproximativa de una tosca traducción, reconocer las intenciones Sterne y desarrollar sus técnicas (pág. 373).

Estamos ante la vieja querella: ¿la traducción mata el estilo y la poesía, o es precisamente el estilo y la poesía lo que resiste incluso a una mala traducción? Thirlwell es partidario de lo segundo, sin perder de vista que, como bien sabemos los traductores e ignoran los teóricos, no existen (hélas!) recetas mágicas:

No es posible establecer reglas generales sobre la traducción: las ambigüedades son demasiadas. La teoría de la traducción puede ser distinta para un poema y para una novela. Todas las teorías de la traducción dependen del género. La teoría que conviene a la traducción de un poema puede no convenir en absoluto a la hora de traducir una novela. O, más aún, la teoría que conviene a una novela puede no convenirle a otra (pág. 396).

El libro, aparte, repasa un buen número de anécdotas de la intrahistoria literaria que darían material para varios posts. En cuanto ordene mis notas pienso escribir alguno.

Coda: Me cuenta Juan de Sola que la traducción castellana, de Aleix Montoto, está terminada y que pronto debería aparecer en Anagrama. Yo iría encargándola.

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