1. Llegar al despacho y, nada más encender el ordenador, recordar que, al acostarte, habías resuelto pasar la mañana en la playa. Así estás, con ese moreno de antebrazos prerrogativa del vespero olvidadizo.
2. No saber hacer planes a largo plazo y, por consiguiente, pasarte el verano envidiando a los amigos que desde hace meses saben que se largan a Islandia, a Italia, al pueblo con los suegros (bueno, a ésos no), de mochileo por Costa Rica. No tener más certeza que las trescientas páginas del libro de Misha Glenny y los cinco trujamanes que te falta escribir. A este paso no te casamos.
3. Intentar escribir sobre Manuel Bosch Barrett. Averiguar que Carlos Sentís era su amigo y que puedes tantear canales de acceso al señor Sentís para que te cuente algo de viva voz. Mandar los mails pertinentes. Al día siguiente, que Santi te llame y te diga que Sentís acaba de morirse.
4. Aprender a usar el móvil nuevo. No conseguirlo. Que Robert te diga que con el Kindle se liga cacho y, de pronto, descubrir que puedes descargar gratis una aplicación para leer libros electrónicos. Que se te gaste la batería con el dichoso WhatsApp.
5. Leer «libros de verano». Preguntarte por qué la lectura ligera (ligera es un decir porque suelen ser tochos considerables) se guarda para las vacaciones. Por tu parte, hace años que te propones ponerte con Stendhal a la que llegue el calorcito. Ahí está, el pobre, agarrando polvo.
6. Acudir a los saraos de ACEtt en lugares tan estupendos como el jardín de la galería H2O. Cenar algo en el Suec, que ahora se puede. Ver El padrino y alguna de Polanski en los Verdi. Descubrir los gintónics del Elephanta. Comprar de segunda mano en Pequod a precios razonables. Estar condenado a no salir de Gracia.
7. Elegir posiciones elevadas en los antiguos antiaéreos del Turó de la Rovira. Dotarte de un fusil con mira telescópica y apuntar a los turistas del parque Güell. Justificarte diciendo que algún día eso pasará en un libro de Marsé.