Creo que todos los lectores de Malaparte estarán de acuerdo: la escena de los caballos del lago Ládoga, en el capítulo III, es una de las más poderosas de Kaputt. Resumo el pasaje (págs. 73-74):
Al tercer día se declaró un tremendo incendio en el bosque de Raikkola. Acorralados en un círculo de fuego, hombres, caballos y árboles proferían unos gritos terribles. […] Enloquecidos por el pánico, los caballos de la artillería soviética, casi un millar, se arrojaron a las llamas, rompiendo el asedio del fuego y las ametralladoras. Muchos perecieron entre las llamas, pero una gran parte alcanzaron la orilla del lago y se arrojaron al agua.
[…] Durante la noche bajó el viento del Norte. (El viento del Norte baja desde Murmansk como un ángel, gritando, y la tierra muere de repente.) Empezó a hacer un frío terrible. De pronto, con su característico sonido de vidrio agrietado, el agua se heló.
[…] Al día siguiente, cuando las primeras patrullas de sissit, con los cabellos chamuscados, los rostros negros de humo, caminando con cuidado sobre las cenizas todavía calientes del bosque carbonizado, llegaron a la orilla del lago, un espectáculo horrendo y maravilloso surgió ante sus ojos. El lago era como una inmensa plancha de mármol blanco sobre la cual había colocados cientos y cientos de cabezas de caballo. Parecían cercenadas por el corte limpio de un hacha. Las cabezas eran lo único que emergía de la costra de hielo. Todas miraban hacia la orilla. En sus ojos abiertos ardía aún la llama blanca del terror. Al borde de la orilla, una maraña de caballos furiosamente encabritados sobresalía de la cárcel de hielo.
A propósito de un artículo de Fernando Díaz-Plaja, dije ya que durante mucho tiempo (incluso después de haber traducido la novela) creí que la escena era fruto exclusivo de la imaginación de Malaparte. Las declaraciones de Lamberti Sorrentino citadas por Díaz-Plaja («¡Eso lo hemos visto todos los que fuimos de corresponsales a Rusia!») me pusieron sobre la pista. Desde entonces he sabido que el astrofísico canadiense Hubert Reeves, conocido por obras divulgativas como La historia más bella del mundo y Últimas noticias del cosmos, da una explicación física de la anécdota malapartiana en su libro L’heure de s’enivrer: los caballos quedan inmovilizados en el hielo debido a un proceso llamado sobrefusión, por el cual un líquido puede enfriarse por debajo de su temperatura de congelación sin por ello volverse sólido. En ese estado, sin embargo, la más mínima alteración –en nuestro caso la zambullida de los caballos en el lago– puede provocar su solidificación casi instantánea. O que en Moscú puede verse un monumento a los caballos del Ládoga, y que el fenómeno de la sobrefusión había aparecido ya, al menos, en otra novela, Hector Servadac, uno de esos títulos de Julio Verne que servidor no había oído mentar en su vida –«L’un des ouvrages les plus drôles et hallucinés de Jules Verne», a decir de la Wikipedia.
La fuerza casi bíblica de la imagen de los caballos (que Malaparte refuerza trayendo a ese peculiar ángel exterminador metamorfoseado en viento polar), le sirvió al político y ensayista francés Alain Peyrefitte para dar título a su libro Les chevaux du lac Ladoga: La justice entre les extrêmes. He intentado colgar una foto sobre el mismo motivo encontrada en Flickr, pero como no he podido, os remito a ella y punto: aquí.
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