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Archive for the ‘The Monuments Men’ Category

El autor no siempre tiene razón: cuenta Robert Edsel que entre los amigos de Lincoln Kirstein, patrón de las artes y uno de los protagonistas de The Monuments Men, se contaba Christopher Isherwood, «whose chronicle of Nazi Berlin, I Am a Camera, would catapult him to international fame (and eventually become the basis for the musical and movie Cabaret)» (pág. 221).

Isherwood vivió en Berlín entre 1929 y 1933, en el número 17 de Nollendorfstrasse, a pocos metros de la malfamada Motzstrasse, donde en los días de la República de Weimar se encontraba Eldorado, local de negra reputación que terminaría inspirando el cabaretesco Kit Kat Klub. (Motzstrasse es a día de hoy una apacible calle con varias tiendas donde se venden todo tipo de artilugios eróticos a base de cuero y cremalleras. Por lo demás, en otra parte de Berlín existe desde hace unos años un club Kit Kat, fiel a la fama de sus predecesores.) La creciente opresión nazi le proporcionaría los materiales para escribir Mr. Norris Changes Trains (1935) y Goodbye to Berlin (1939), conocidas como The Berlin Stories o The Berlin Novels. Años más tarde, ya en California, Isherwood conocería al dramaturgo John van Druten, quien en 1951 escribiría I Am a Camera. Cuatro años después, Henry Cornelius convirtió la obra en una amable comedia con amagos dramáticos, con mi querida Shelley Winters como discreta segundona. En 1966 se estrena Cabaret, el musical, con libreto de Joe Masteroff basado en las novelas de Isherwood y la pieza de Van Druten. Y por fin, en 1972, llega la película, que para mí ha sido siempre esa brumosa cinta de vídeo del extraño maestro de ceremonias que mi padre veía una y otra vez siendo yo un crío.

Si nadie me enmienda la plana, mi traducción debería enmendársela a Edsel, precisando (de forma harto más sucinta, of course) qué escribió Isherwood y qué Van Druten.

Historias de Berlín está traducido al castellano por Jaime Gil de Biedma y Jesús Zulaika (Barcelona, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2005) y, en parte, al catalán por Jordi Arbonès (Adéu a Berlín, Barcelona, Columna, 1992).

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Ahora que estoy dándole las últimas puntadas a The Monuments Men se me han ocurrido un par de recomendaciones peliculeras.

La primera, el documental The Rape of Europa (Richard Berge, Bonni Cohen, 2006; producida por Robert Edsel), es bastante más interesante y claro que el libro homónimo de Lynn Nicholas que le sirve de base. Una buena introducción a la historia del saqueo cultural nazi.

La segunda es la película El tren (John Frankenheimer, 1964). En principio parte del libro Le front de l’art de Rose Valland, conservadora del Jeu de Paume parisino durante la ocupación nazi, razón por la cual tardé un poco en verla, por miedo a tragarme un tostón. En verdad es más bien una cinta de acción clásica a medio camino entre El golpe (por lo ingenioso) y El desafío de las águilas (por lo exagerado). Grata sorpresa.

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No me ha sido fácil encontrar fotografías de Walter Andreas Hofer (a la derecha en la foto), el asistente artístico de Hermann Göring. En el libro de Edsel sólo aparece en un par, y de lejos. En los de Lynn Nicholas y Héctor Feliciano, ni de lejos. Pese a ser uno de los peces gordos del saqueo artístico nazi en Europa, su aspecto me había traído sin cuidado hasta leer la descripción que de él hace Eduard Márquez en su novela La decisió de Brandes (Barcelona, Empúries, 2006, pág. 73):

L’aspecte de Hofer era tan repulsiu com la seva feina. No només per la manera de parlar o de moure’s, enravenada i intimidadora, sinó per l’altivesa que traspuaven les seves faccions. La barbeta esmolada, els llavis prims, el nas gros amb un séc ben marcat a cada banda, els ulls petits i escrutadors, el front ample i solcat d’arrugues… Tot ajudava a sentir-se atemorit davant seu. En aquest cas, al contrari del que sempre deia el pare, crec que les aparences no enganyaven.

Eduard Márquez ha sido una de las personas con quien más he aprendido a leer (junto a Ramón Minguillón, su amigo y traductor al castellano, culpable además de mi primer encuentro con Malaparte, pero esto es historia para otro post). Años ha, siendo fan a muerte de sus libros de relatos, tuve la suerte de compartir cervezas varias veces con él en el tronado Café del Centre de la calle Girona y de escuchar sus despiadadas y razonadas críticas a mis arremetidas literarias postalvarodecampianas.

La decisió de Brandes relata los últimos pensamientos de un pintor alemán residente en el París de la ocupación nazi a quien Hofer acosa para que le «venda» un Lucas Cranach. Su anterior novela, El silenci dels arbres, no me había convencido, por eso no había leído el Brandes hasta ahora. Sigo prefieriendo los cuentos, afilados y precisos como un corte a la navaja, o la primera novela, Cinc nits de febrer, que me acompañó en varias de mis noches italianas.

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Hay cosas que uno no sabe si valen el precio que cuestan. El capítulo 11 de The Monuments Men relata la batalla por Saint-Lô, en Normandía, y la llegada a la ciudad del subteniente James Rorimer, enviado a evaluar las pérdidas de interés cultural. Saint-Lô, enclave estratégico, había sido ocupada por los alemanes en junio de 1940. La noche del 6 de junio de 1944 las bombas aliadas arrasaron por entero la ciudad (el porcentaje de destrucción se estima en el 95 %), conquistada por fin el 19 de julio por la 29.ª División de infantería estadounidense. El informe de Rorimer asegura que se perdieron edificios públicos, archivos, bibliotecas, iglesias y una colección de manuscritos miniados procedentes del monte Saint-Michel. (Por no hablar de la muerte de 500 de sus 12.000 habitantes.)

Tal vez una foto (tomada de los Archivos Nacionales estadounidenses) nos ayude a formarnos una idea de la magnitud de la tragedia:

Robert Edsel califica de «desafortunada» pero útil la devastación de Saint-Lô, pues abrió una vía de acceso para el 1.er y el 3.er Ejército estadounidenses (éste último a las órdenes del mítico general Patton). Son cosas sobre las que, personalmente, a un servidor le cuesta pronunciarse.

Mi admirado Samuel Beckett escribió al respecto un artículo para ser retransmitido por la radio irlandesa. Lo tituló «La capital de las ruinas», que es el sobrenombre por el que aún se conoce a Saint-Lô, y puede leerse en castellano en La capital de las ruinas, seguido de F– (Segovia, La Uña Rota, 2007, traducción de Federico Corriente, Íñigo García-Ureta y Cristina Járboles bajo la dirección de Miguel Martínez-Lage). Quien prefiera la versión original, la encontrará en el volumen The Complete Short Prose, 1929-1989 (Nueva York, Grove Press, 1995, ed. Stanley Gontarski).

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El amigo Edsel, autor del libro que estoy traduciendo, tiene un blog donde va publicando información acerca de los Monuments Men y la Segunda Guerra Mundial en general. Lo suyo, desde luego, también es vocación…

(Créditos: La foto es de Jim Mahoney, y la he tomado de un artículo aparecido en Dallas News.)

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El teniente John Skilton, futuro integrante de la brigada monumental, fue uno de los hombres que desembarcaron en Normandía en verano de 1944. Una vez aseguradas las posiciones del ejército aliado en el litoral, pudo echar un vistazo en torno y contempló un espectáculo «pasmoso e impresionante»:

The channel was full to the horizon with vessels waiting to dock. The beaches were crawling with troops; the water teemed with soldiers wading ashore. Overhead, thousands of silver balloons formed a security wall against enemy aircraft. Beyond them were the Allied fighters. In front, off the beach, there was traffic. “Never had I seen such a multitude of vehicles of all types and sizes,” wrote Skilton.

O lo que es lo mismo, una escena tal que así:

Debo decir que aunque había visto fotos similares, hasta ahora no había entendido cuál era la función de esa especie de zepelines. Nunca te acostarás sin bla, bla, bla…

(Fuente: Robert M. Edsel, The Monuments Men, Nueva York, Center Street, 2009, pág. 73.)

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Como parte de la documentación para el libro de Edsel, acabo de terminar El museo desaparecido, de Héctor Feliciano, un ensayo genial, sorprendente y minucioso sobre el expolio nazi en Europa (principalmente Francia).

Uno de los datos sobre los que hace hincapié es en la voracidad saqueadora del Reich y la descoordinación entre las partes implicadas en dichos saqueos: la embajada alemana en Francia, la Wehrmacht y la ERR (la unidad encargada del saqueo político en los territorios ocupados) competían entre sí por apropiarse del patrimonio cultural europeo, lo cual generaba situaciones de lo más rocambolesco.

Transcribo una de las anécdotas más curiosas, protagonizada por Bruno Lohse, asesor artístico de Göring, y Maria Almas-Dietrich, marchante de pocas luces amiga de Eva Braun y Hitler:

El siguiente relato describe cómo llegó a adquirir una de las muchas obras que pasaron por sus crédulas e ineptas manos. Desde su base en París, el desenvuelto Lohse solía viajar regularmente por Europa en busca de obras a vender, a comprar o a canjear para él y para Goering. En uno de esos viajes en que se hallaba por Munich, el historiador de arte se detuvo en la galería de Almas-Dietrich; llevaba en mano una serie de fotografías de obras recientemente confiscadas en Francia. El confiscador las mostró a la inconstante marchante, y ésta quedó prendada con una de ellas que reproducía El puerto de Honfleur bajo la lluvia, un encantador paisaje impresionista de Pissarro. Prontamente, Almas-Dietrich accede a cambiar la tela por dos tablas franco-portuguesas del siglo XVI que tenía en su posesión. La transacción se efectuó cómodamente de París a Munich. Pero no sabemos hasta el día de hoy si Almas-Dietrich habrá podido vender fácilmente el cuadro, pues toda obra de Camille Pissarro, siendo éste judío, tenía terminantemente prohibida la circulación en Alemania por orden expresa de su amigo Hitler.

Y para terminar, una foto de familia con Hitler y, de pie, en el extremo derecho, Maria Almas-Dietrich:

(Fuente: Héctor Feliciano, El museo desaparecido: la conspiración nazi para robar las obras maestras del arte mundial, Barcelona, Destino, 2004, págs. 166-167.)

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