Llevo retraso con el blog, con los trujamanes, con la vida en general, en fin. Será cosa del verano, de los ratos pasados en la arena polverosa del Garraf, de las noches enteras viendo capítulos de The Wire, de la languidez propia de los días de treinta grados con noventa y cinco por ciento de humedad, de cruzar media Europa en un Clío en compañía de tres locos de atar al son de Johnny Cash. Total, que con la llegada de la reentrada de septiembre, me había propuesto contar en qué ando, no tanto por informar al respetable (al seguramente se le dé una higa) como por saber cómo me he metido en estos fregados.
Iba a empezar diciendo que he escrito poco, pero no es cierto. Me he pasado el verano escribiendo un texto de extensión considerable para un libro sobre traducción que prepara el amigo Javier Jiménez, de Fórcola. Como no sabía de que hablar, me he tirado a las retraducciones, género que servidor conoce de cerca. El material sobre el tema llevaba meses (si no años) acumulándose en el ordenador (y en los estantes, y en la mesa, y en la otra mesa, y si no, véase la foto), así que ha sido una buena excusa para ordenarlo, releer la bibliografía básica sobre el tema y aclarar mis propias ideas sobre el asunto.
Resulta curiosa esta necesidad de escribir, o cuanto menos de examinar lingüísticamente nuestras intuiciones, para afianzar la propia experiencia. Sobre esto, poco más o menos, trata el libro que ando traduciendo ahora: Philosophy the Day After Tomorrow, de Stanley Cavell. El primer ensayo del libro se abre con una cita de John Dewey, que a su vez cita a Emerson. Traducido a vuelatecla reza: «el hombre debería aprender a detectar y observar ese rayo de luz que, procedente de su interior, centellea en su mente […], de lo contario, el día de mañana, un extraño describirá con buen tino exactamente cuanto hemos pensado y sentido, y, para vergüenza nuestra, nos veremos obligados a aceptar de otros nuestras propias opiniones». El de Cavell es sin duda alguna el libro más difícil que voy a traducir jamás y sé positivamente que me dará más problemas de los que me atrevo a prever. ¿Por qué acepta uno meterse en líos de este calibre? Por muchos motivos, supongo, aunque ninguno del todo sensato: por trabajar con un editor nuevo (nuevo para mí, él lleva muchos años haciendo libros), por probar algo nuevo, por ponerse a prueba a uno mismo, por vanidad, por creerse uno más listo de lo que es. Al menos, tengo la suerte de contar con amigos inteligentes que sabrán echarme un cable en un momento dado.
Y es que hay más gente de la que creemos dispuesta a ayudar. De esto trata precisamente el último trujamán que he escrito, aún por publicar: de las páginas de agradecimientos no escritas de los traductores. Nadie es tan listo ni tan bueno que se baste a sí mismo. (No, tú tampoco, morenín.) Cuando traduje a Malaparte ya recurrí a la táctica del morro descarado y saqué de ello, además de la solución a mis dudas, un par de buenas amistades. He vuelto a hacerlo con la novela que acabo de terminar, L’estate alla fine del secolo de Fabio Geda y no podría estar más contento del resultado. Olvídense de aquello del traductor como ave solitaria. No cuela. La de Geda, por cierto, es una novela deliciosa, una de esas novelas que logran narrar no ya la voz del autor, sino la mirada de un niño, un libro que me recuerda a esa perla de Julián Ayesta, Helena o el mar del verano, o a Mi familia y otros animales de Durrell. No veo la hora de que salga.
Verano suelen ser unos meses bastante muertos, pero la verdad es que (por la crisis o lo que sea) este año he visto más movimiento que de costumbre. Aparte del libro del señor filósofo, la canícula barcelonesa me ha traído otro encargo curioso: The Nao of Brown de Glyn Dillon, el primer cómic de mi vida. Una vez más, los motivos de mi alegría son algo ingenuos: una editorial para la que no había trabajado, un género que no había tocado, y el hecho de que la propuesta viniera del amigo Arnau, editor de Norma. Creo que me vendrá como agua de mayo ponerme con él cuando acabe (quizá literalmente) con Cavell.
No todo el monte es orégano. También hay encargos que se malogran. Por cuestiones de calendario no he podido aceptar un librito de Curzio Malaparte. Lo digo tal cual, pero me repatea las tripas. Le recomendé al editor que se pusiera en contacto con Paula Caballero, la otra malapartiana. Espero que lo haya hecho. Parece que últimamente, Malaparte y yo llevamos el paso cambiado: en enero me hablaron de la posibilidad de traducir otros dos libros suyos, pero el proyecto sigue en el limbo a la espera de un acuerdo con la propietaria de los derechos. Y ya que hablamos de Malaparte: este mes Tusquests pone a la venta la biografía de Maurizio Serra que comentamos aquí hace unas semanas. En breve colgaré una reseña de la traducción.
Y esto sería todo si, como traca final, no me hubiera metido en un último embolado. Pero de eso hablaremos otro día.
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