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Archive for the ‘visto y oído’ Category

Apareció en Babelia, el pasado 15 de septiembre, una reseña de Alberto Manguel de La señora Bovary, traducida por María Teresa Gallego y publicada por Alba. El texto de Manguel difiere de la mayoría de críticas de obras clásicas: en lugar del fácil recurso a las manías de Flaubert, su obsesión con la frase, el filisteísmo de los protagonistas, con alguna eventual referencia a la actualidad de la obra vista la estupidez rampante que lastra nuestro siglo (o tempora, o mores), Manguel examina el texto y nos dice qué le parece. Compara original y traducción, sopesa pasajes, comenta decisiones. No siente la necesidad de perder tiempo y espacios en recordarnos, una vez más, de qué va la novela, y no la siente porque el lector de Babelia ya lo sabe, y Manguel sabe que lo sabe.

Digámoslo una vez más: evaluar traducciones es distinto a evaluar originales, y evaluar retraducciones, distinto a evaluar traducciones aparecidas por primera vez. En este sentido, convendría releer, en la revista Words Without Borders, el cuasimanifiesto que Susan Bernofsky, Jonathan Cohen y Edith Grossman redactaron a propósito de los requisitos que toda reseña de un libro traducido debería cumplir (aquí). Como la autoridad de los tres firmantes me parece garantía suficiente, me limito a traducir sus palabras y a esperar que, en la medida de lo posible, este post sirva para que su mensaje cunda (aunque sea en parte) entre los reseñistas patrios (la esperanza es lo último que se pierde, dicen).

UNAS CUANTAS IDEAS PARA QUIENES RESEÑAN TRADUCCIONES LITERARIAS

Una traducción debería reseñarse como cualquier otro libro, pero deberían ustedes tener presente que toda traducción está escrita dos veces: primero, por el autor; después, por el traductor. La obra en traducción representa una confluencia de sensibilidades, la fusión de dos fuerzas creadoras.

Por ello, consideramos crucial que, a la hora de la valorar un libro, la crítica reconozca los logros del traductor con algo más que un comentario al paso, del estilo «traducido con acierto». Como sabemos que discutir y evaluar traducciones es tarea difícil, quisiéramos sugerir unos cuantos puntos que la crítica, a nuestro juicio, debería tener en cuenta en el momento de reseñarlas.

• Incluyan siempre el nombre del traductor, tanto en la primera mención del libro como en el apartado bibliográfico.

• Si la traducción destaca por su elegancia, su viveza, o por la audaz elección de su vocabulario, no dejen de decirlo. Si rechina o cojea, también merece señalarse, sobre todo si el crítico puede respaldar sus conclusiones con ejemplos.

•  Si el traductor incluye una nota donde describe el enfoque de su traducción, puede ser útil resumir los criterios mencionados en ella, así como indicar si el traductor ha cumplido sus objetivos.

• Cuando existan traducciones anteriores de la obra, compárense pasajes paralelos para resaltar las aportaciones de la nueva versión.

• Si se encomia la obra del autor original por razón de sus particulares cualidades literarias, al lector le será útil saber si dichas cualidades se perciben en la traducción.

• Lo más importante que debe preguntarse el crítico es lo siguiente: ¿contribuye la obra traducida a la vitalidad literaria de la lengua receptora, a su habla, arte y sensibilidad? En otras palabras, independientemente de si la obra es en poesía o en prosa, ¿supone la traducción una ampliación de las fronteras de la práctica literaria en la lengua meta, introduce nuevas técnicas narrativas, formas poéticas o modos de narrar una historia?

He aquí dos ejemplos de reseñas que, desde nuestro punto de vista, logran integrar con éxito el examen de la traducción con la valoración del libro reseñado: la crítica de Michael Dirda de El tambor de hojalata de Günter Grass, traducido del alemán al inglés por Breon Mitchell (aquí), y la reseña de James Wood de Guerra y paz, de Lev Tolstói, traducida del ruso al inglés por Richard Pevear y Larissa Volokhonsky (aquí).

Los reseñistas desempeñan un papel importante como guías para que los lectores aprecien las obras literarias. La doble autoría de las traducciones representa tanto un desafío para los críticos que las evalúan como una dimensión añadida para el disfrute del lector. La escritura del traductor –lo mismo que la interpretación de un actor o un músico– merece ser reconocida en atención a su esencial mérito artístico.

Firman:

Susan Bernofsky
Jonathan Cohen
Edith Grossman

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Estoy leyendo estos días unos cuantos de los textos que Valentín García Yebra (fallecido hace algo más de un año) recopiló en el volumen titulado Experiencias de un traductor (Madrid, Gredos, 2006). Ahí encuentro una apología de la traducción literaria que creo deberían leerse todos aquellos académicos y gacetilleros que tratan, a la que pueden, de cargarse de un plumazo la segunda profesión más vieja del mundo. Copio tal cual (pág. 61):

Un traductor de talento, es decir, de comprensión amplia y penetrante y de gran capacidad expresiva, puede y debe contribuir a despertar esos tonos que todavía dormitan en su propia lengua. El verlos expresados en la del original espoleará su inventiva, y el esfuerzo para hallarles equivalente, aunque no llegue a logros totales, robustecerá su propia capacidad expresiva y enriquecerá la lengua de su pueblo. El hecho de que no pueda trasladar a su obra todos los matices, todas las vibraciones, los armónicos todos de la obra que traduce, no debe desanimarlo. ¿Acaso puede el poeta original expresar en un poema todas las gradaciones, todos los matices, todos los tonos del color del cielo y del suelo, todos los rumores, todos los olores, toda la palpitación del mundo en trance de renacer primaveral? Entre un poema y su traducción habrá siempre fisuras, incluso fosos. ¡Entre un poema y la vida habrá siempre abismos! Nadie pretenderá por eso hacer callar a los poetas. Igualmente irrazonable sería negar la legitimidad de la traducción literaria.

Y añade, rompiendo el manido tópico:

Como dice Rolf Kloepfer (Die Theorie der literarischen Übersetzung, München-Allach, 1976, pág. 125), «la traducción es, para un ámbito determinado, a saber, para el de la lengua extranjera, la única forma de vida posible, de supervivencia de la poesía. La traducción es la supervivencia de la poesía, puesto que la poesía sólo vive en la medida en que es comprendida».

Moraleja:

La traducción literaria es, pues, como la composición literaria original, empresa siempre imperfecta, siempre limitada, de éxito siempre relativo, pero siempre también valiosa, si alcanza altura bastante para llegar al reino del arte.

El subrayado es de un servidor. En realidad, la cuestión de la legitimidad de la traducción literaria podía haberse zanjado páginas antes (pág. 56), cuando García Yebra cita unas palabras de Aristóteles (Poética, 51b, 18) que, de haber recordado, habría añadido a mi trujamán de hace unos meses contra los teóricos: «tà genómena phanerón hóti dynatá», es decir «lo que ha sucedido es evidentemente posible».

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Se publicó el sábado en Babelia un reportaje de cuatro páginas sobre la retraducción de clásicos de la literatura. La mayoría de los traductores que aparecen son precisamente eso, traductores de oficio, no académicos, no escritores (con la excepción de Justo Navarro y Enrique de Hériz), sino gente que pone el pan en la mesa gracias exclusivamente al atril, el libro, el ordenador y la batalla por las tarifas, cosa que personalmente considero un acierto porque por una vez reconozco en las palabras de los colegas un retrato bastante aproximado a la realidad laboral en la que nos movemos el que esto escribe y su círculo más próximo.

El núcleo del reportaje es una pieza larga de Virginia Collera. A menos de dos semanas de la aparición de mi truja sobre el asunto, me ha alegrado ver que no estoy loco y que no soy el único que duda del dogma de la retraducción sistemática: «los tres –[Carmen] Francí, [Ismael] Attrache y [María Teresa] Gallego– rechazan esa convención que dice que cada generación necesita su traducción». Estoy de acuerdo en que los niveles de exigencia del traductor consigo mismo tal vez son mayores hoy, pues las posibilidades de documentación y consulta actuales eran impensables no hace tanto, y cada vez están más claros los peligros de la traducción por lengua interpuesta. Sin embargo, no me atrevería, como Gallego, a afirmar que «si una traducción es buena, es eterna». La filología nos enseña que ni siquiera los originales son eternos, y como prueba me remito a la página 9 del mismo número de Babelia, donde se reseña el nuevo texto del Lazarillo propuesto por Francisco Rico, esta vez sin particiones de capítulo.

Se toca el tema de la modificación de títulos asentados por la tradición. El caso de La metamorfosis convertida en La transformación es quizá el más conocido. Ahora María Teresa Gallego anuncia que la Bovary que está preparando será «señora» y no «madame». Luis Magrinyà, que también aparece citado, se la jugó de forma similar hace años cuando publicó Sense and Sensibility como Juicio y sentimiento. (Si bien la sexta acepción del María Moliner permitiría traducir el primer elemento por «sentido» y mantener así la aliteración.)

La cuestión tarifaria no se explicita, pero tampoco se obvia. «Nunca ha sido una oficio bien pagado», afirma Ismael Attrache, que añade hacia final: «no puedo invertir medio año en un solo libro». Se habla también de las prisas: Bernardo Moreno sólo tuvo cuatro meses para pulirse las setecientas páginas de La tienda de antigüedades publicada por Nocturna. Attrache y Francí empezaron con La pequeña Dorrit a un ritmo de cinco o seis páginas diarias y terminaron llegando a las diez o doce, así hasta liquidar las 1.200 que tiene la novela. Téngase en cuenta, además, que el plazo incluye al menos una lectura final: ¿cuánto tarda un lector atento en leer un libro de ese volumen con la mitad de atención que el traductor cuando revisa?

Lo dicho: por fin un reportaje interesante y realista sobre la traducción literaria.

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Alegra que, ni que sea con frecuencia de cuentagotas, se siga mencionando a Malaparte en la prensa. Hoy os invito a leer dos artículos publicados en La Vanguardia los pasados meses de mayo y junio.

En el primero, Joan de Sagarra (quien ya escribió en el El País –4 de octubre de 1998, edición Cataluña– un artículo a cuento de la edición de quiosco de La piel) comenta una encuesta realizada con motivo del centenario de Gallimard; en ella, dos escritores franceses apuntan a Malaparte como uno de los autores más representativos del siglo xx, con lo que Sagarra no puede sino felicitarse por el «inminente descubrimiento, redescubrimiento, del escritor, del extraordinario escritor».

En el segundo, Valentí Puig comenta la recuperación de Malaparte en España gracias a Kaputt, La piel y El compañero de viaje. Quisiera destacar una frase: «Del tremendismo de Malaparte mucho se ha dicho, olvidando a veces que en su tiempo pasaban cosas tremendas».

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No seamos altivos, y aceptemos las situaciones de hecho. En la «sociedad contemporánea», la Eneida empieza por ser si acaso una narración en buena prosa romance, no un poema latino en doce cantos. Si no hacemos sitio a la prosa, no lo encontraremos para el poema. Si no asumimos que el trecho mayor del camino hacia los clásicos ha de discurrir a través de sus recreaciones, adaptaciones, resonancias en la literatura y en el lenguaje (y desde luego «in translation», como en un buen college), los relegaremos definitivamente a manjar para filólogos, a «institución», artificial y remota.

Divulgar no por fuerza tiene que ser desprestigiar. Ni traducir –digámoslo una vez más–, traicionar. Palabra de Francisco Rico.

[Fuente: Francisco Rico, «Antiguos y modernos», en Los discursos del gusto, Barcelona, Destino, 2003, p. 277.]

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No debe de haber oro en el mundo que pueda pagar el trabajo de un intérprete de futbolistas. Como muestra, un botón. N. del T.: Para los lectores no catalanes, el APM es un programa de záping, pero de záping considerado como una de las bellas artes.

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Colgué hace casi un año el lipdub de mi ex facultad italiana. Hoy les toca a la gente de 62, que han montado uno para promocionar sus libros de cara a Sant Jordi. Impagable Carme Riera dando botes.

Y, sobre todo, regalad muchos libros mañana.

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Un poco de solaz. (Encontrado vía Twitter.)

(Y sí: es como Joan Holloway pero en dibujo.)

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Después de recuperar Kaputt y Coppi e Bartali en 2009, la editorial italiana Adelphi ha reeditado recientemente La piel, en una edición al cuidado de Giorgio Pinotti y Caterina Guagni. Venía siendo hora, aunque, sinceramente –y a falta de tenerlo entre las manos–, dudo que el reciente volumen sea mejor, desde el punto de vista de la fijación del texto y la relación y discusión de las variantes, que el de Kaputt.

Sobre este movimiento de restauración de Malaparte en Italia habla Giordano Bruno Guerri en un artículo aparecido en octubre en Il Giornale y al que llego un poco tarde. En él se resume la consideración del autor su país en términos tan críticos como éstos:

Por el momento, baste observar cuán extravagante y provinciano resulta que –para relanzar su imagen y su obra– sea necesaria la aparición, después de Kaputt, de La piel en la editorial Adelphi. Editorial prestigiosa, sin duda, y con un óptimo aparato crítico, aunque no mejor que el «Meridiano» de Malaparte, que tuvo un tam-tam mediático enormemente inferior. Y es que Adelphi fa figo [hace chic], y a su nombre la intelligentsia italiana se abre cual higo maduro.

Para pasar luego a la imagen de Malaparte en el extranjero:

Malaparte es más querido en el extranjero que entre nosotros. El febrero próximo la editorial Grasset publicará un ensayo [vid. aquí, post del 23 de enero de 2011] de unas 630 páginas sobre él: directamente en francés, por más que el autor del ensayo es italianísimo: Maurizio Serra, acreditado estudioso de la cultura de entreguerras, además de embajador. En la presentación/congreso, en el Instituto Italiano de Cultura (23-24 de febrero), participarán, entre otros, Bernard-Henri Lévy, Jean-Paul Enthoven y Dominique Fernández, además de Francesco Perfetti y el que esto suscribe.

Guerri resume también los motivos (compartidos por un servidor) por los que cree que Malaparte siempre ha levantado ampollas:

El motivo de antipatía que suscita el personaje (aparte de su éxito) es su posición dentro y fuera del fascismo, dentro y fuera del comunismo, que le valió el sambenito de «chaquetero», tan difícil de eliminar.

Si se me permite opinar, dudo que el estatuto literario e intelectual de Malaparte se normalice hasta que las historias de la literatura hagan dos cosas: una, renuncien al eterno (e intelectualmente mediocre) ejercicio de querer embutirlo en un compartimento estanco bajo etiqueta única, a saber: o fascista o comunista; y dos, comenten el valor estético de su obra según los patrones que aplicarían a cualquier otro autor. Si esto se acompaña de ediciones críticas solventes, tanto mejor.

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La piel, un «libro magistral», según Lecturalia, y mejor libro de 2010 según Periodista Digital. El mismo y Kaputt, «clásicos imprescindibles, ahora felizmente recuperados» para Mercedes Monmany en el Cultural de ABC (20-11-2010). Y yo, naturalmente, agradecido y feliz como un huevo frito.

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