Terrible cosa es no irse de vacaciones y quedarse en Barcelona a merced del mosquito tigre, de la humedad sofocante y del turismo de alpargata y calcetín. Por suerte, he trotado mil locales con mi amigo Crespo, he visitado varias playas maravillosas, he liquidado la última temporada de Cómo conocí a vuestra madre y he podido verme con varias amistades queridas y lejanas. Con la suerte, además, de terminar el verano con un largo fin de semana en Tarragona, en casa de Ramón, rodeado de libros chiripitifláuticos, gatitas taimadas, aguas limpias e inacabables charlas sul belvedere.
¿Y ahora qué? Pues ahora a finiquitar Dark Market, el libro de Misha Glenny que en breve publicará Destino; despedirme de las cajas de libros de Valentina –que ya ha vuelto de Ibiza y me deja sin Coccioli, Mazzantini, Morante, Thirlwell y Tondelli–, y a aguardar la salida de Cleopatra y de un librito de Roberto Pavanello, mi primera traducción al catalán (curiosamente para una editorial madrileña). Entretanto, tomar aliento y prepararme para un encargo que me llena de ilusión: Il treno dell’ultima notte, penúltimo libro de Dacia Maraini, una incursión más de un servidor en los recovecos mitteleuropeos que, si todo va bien, podré terminar en Nueva York en enero (merci, Roser; crucemos dedos y pongamos velitas).
Pensándolo bien, quizá no ha sido tan terrible…