Ayer se publicó en el Trujamán mi muy sucinta semblanza de Manuel Bosch Barrett, a quien tengo inmenso cariño por las muchas horas que he pasado hojeando y releyendo su traducción de La piel, la primera que leí allá por 1999. Nada sabía entonces de su ajetreada vida como presidente del Tribunal Mixto de las Nuevas Hébridas, relatada en su libro Tres años en las Nuevas Hébridas, que la editorial Alqueria ha tenido el buen sentido de reeditar en castellano y en catalán, en traducción de Susana Tornero.
El libro empieza con don Manuel deambulando por Marsella con su amigo Pedro Pruna, imagino que el pintor, que, si no me equivoco, debió de ser hermano de Domingo Pruna, traductor de Buzzati, Guareschi, Moravia, Montanelli y tantos otros, además de director de la adaptación al cine de El café de la marina (véase quién firma los decorados). De Marsella, zarpa don Manuel a bordo del Felix Roussel hacia oriente en un viaje de varias semanas que lo llevará a conocer Port Said, Yibuti, Colombo, Singapur, Hong Kong, Bali y Nueva Guinea, hasta desembarcar por fin en Port Vila, en lo que hoy es Vanuatu. Corre el año 1936, el mismo, por cierto, en que Josep Maria de Sagarra parte para Tahití en su viaje de nupcias, relatado en La ruta blava. Seguro que ambos disfrutaron de lo lindo intercambiando sus vivencias pacíficas arrellanados en las rancias butacas del Ateneu.
Hombre leído, Bosch Barrett ve el Mediterráneo a la luz de la historia y los clásicos: Creta, Cnosos («la ciudad de Minos […], de allí emprendió Ícaro su vuelo fatal»), los piratas de Barbarroja, los Argonautas, Roger de Flor, las sirenas de Ulises, los barcos de los salmos de David, las galeras de Cleopatra, Actium: «cada rincón, cada isla, es una página escrita en la historia de la humanidad».
Por supuesto, nuestro autor es muy poco posmoderno y el libro (aparte punzantes diatribas contra la civilización occidental y apologías bien halladas de la delicada naturalidad de algunos pueblos nativos) es un catálogo de tópicos orientalistas: lejanía, misterio, sensualidad… mucha sensualidad. Porque si algo destaca de continuo en la narración son las observaciones acerca de la belleza (o falta de ésta) de las mujeres que encuentra a su paso:
Hombres y mujeres suelen ir con el torso desnudo, pero desgraciadamente, en las poblaciones de alguna importancia, afortunadamente escasas, los chinos han instalado sus tenduchos y han tentado la coquetería de las balinesas con unos boleros de telas lamentables que les quitan el atractivo del exotismo (pág. 85).
El viejo mantra: sin tetas no hay paraíso. Las ilustraciones que acompañan al texto también dan fe de los gustos de don Manuel: hay varias de la bella Polok, «hierática y majestuosa», y una de tres mujeres con el pecho desnudo frente al mar con la rúbrica: «Recuerdan un friso de Boticelli». También dedica varias líneas y fotos a Hina, de Rapa, «aquel ser mezcla de brutalidad excelsa y de belleza oceánica, nacida como afrodita de las espumas». No sólo las nativas llaman su atención: durante una excursión a Australia observa acerca de sus colonos:
Las mujeres son sumamente bonitas. Su pasión es el cine, el deporte y el «flirt», que suelen llevar bastante lejos. Ya he dicho que el dominio de la mujer sobre el hombre es enorme; he oído muchas veces decir a un australiano: «Tendré mucho gusto en que venga usted a comer cono nosotros; diré a mi mujer que le convide.» Claro que, si analizásemos mucho, resultaría que la única diferencia entre ellos y nosotros es que ellos lo confiesan (pág. 154).
La anécdota tiene cierto gusto malapartiano, como otras que a lo largo del libro recuerdan a las ingeniosas charlas de los salones de Kaputt:
Cuenta Francis de Croisset, en su maravillosa «Féerie Cynghalaise», que una vez un inglés decía a un francés. «Figúrese usted que los indios pretenden mandar en su casa. –¡Hombre!, le contestó el francés, ¡póngase usted en su lugar! –Eso es lo que hemos hecho, concluyó el inglés.» (pág. 31).
O a propósito de los caníbales de hebrideses:
Hice osadamente la pregunta: «¿Habían sido alguna vez los misioneros víctimas del canibalismo?» No anduve equivocado al temer mi pregunta indiscreta; Monseñor eludió cortés y hábilmente la contestación y, reconociendo los numerosos mártires caídos en la tarea, añadió: «Nous venons toujours ici sans espoir de retour, Monsieur le Président, mais nous sommes toujours sürs de sauver nos âmes!» ¿Hubiera acaso contestado con mayor diplomacia el gran ministro de Luis XIII? (págs. 112-113).
No me cabe duda de que Malaparte y Bosch Barrett habrían disfrutado rivalizando en ingenio y aventuras vividas, echados medio desnudos en la terraza de la villa de Capri, entre vasos de whisky y cigarrillos.
Como dije en el truja, en la red no hay mucha información sobre nuestro abogado viajero. (Me cuenta Susana Tornero que los responsables de Alqueria añadieron esta nota a su edición: «A pesar de los esfuerzo realizados, no ha sido posible establecer contacto con los posibles herederos de Manuel Bosch Barrett. En caso de que algún lector disponga de información al respecto, le agradeceremos que se lo comunique al editor».) Carlos Sentís le dedicó un par de artículos en La Vanguardia y unas frases en sus Memorias de un espectador. Por él sabemos que Manolo (así le llama) tenía ascendencia inglesa por parte de madre, que aparecía de vez en cuando por la Penya Gran del Ateneo Barcelonés y que «hacia el final de la guerra, dimitió [de su puesto en el Tribunal] y se instaló en París, con su hermana, una refugiada de primera hora que había montado un restaurante». Aparte de eso, por lo que él mismo cuenta, sabemos que nació en Centelles, que veraneaba en la playa de Caldetes, adivinamos cierto cosmopolitismo y un laxo aburguesamiento. También un fuerte sustrato catalán: de cierto barrio de Hong Kong dice que se halla «en las faldas del Tibidabo chino», y de la sopa de nidos de salanganas afirma que es un «plato excelente pero tan vulgar como nuestra “escudella de pagès”». Papeete le trae a las mientes unos versos de Joaquín Bartrina. Al final, no tiene más remedio que admitir que «a mí, europeo nacido y educado entre piedras viejas, “auques de redolins” y figurillas del belén de Santa Lucía, el trópico tenía que reservarme muchas sorpresas».
[Notas: las páginas citadas corresponden a la edición de la casa Pal-las (Barcelona, 1943). Del libro de Sagarra hay traducción castellana de Eduardo Jordá (La ruta azul, Barcelona, Península, 2000). La cita de Sentís procede de la pág. 74 de sus Memorias de un espectador, escritas con Xavi Ayén (Barcelona, Destino, 2007, trad. Germán Cánovas). Sentís murió el 19 de julio de este año. El día anterior yo había mandado un par de correos a Ana Camallonga, de Destino, y a un amigo de Ayén por si podían arreglarme una charla con el anciano periodista. Los caminos de Fortuna son inescrutables. La referencia a Jorge Ordaz en el Trujamán remite a una entrada en su blog, Obiter Dicta. En el blog Tengata te o moana nui también han dedicado varias entradas a MBB.]
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