Si a los grandes pensamientos se les da la posibilidad de comunicarse –a través de cualesquiera dificultades y distancias–, producirán siempre grandes pensamientos. Esto justifica todas las traducciones, aun las malas.
Las palabras de Gilbert Highet bien podrían haber aparecido como lema del libro de Adam Thirlwell, convencido defensor de que todo es traducible. Compárense, si no, con un párrafo del principio del libro:
A menudo me pregunto si tras la idea de lo intraducible no se oculta en verdad el deseo de que la traducción sea una equivalencia perfecta, deseo que a su vez alberga el de que el estilo sea algo absoluto. Las traducciones perfectas no existen, como no existen los estilos perfectos. Y sin embargo, hay cosas que aún son traducibles, por más que su traducción no sea perfecta (pág. 9).
Miss Herbert (que también puede encontrarse, a saber por qué, con el título The Delighted States) es un libro primorosamente editado (tapa dura, dos tintas, numerosas ilustraciones, un índice impecable). Su escritura (su estilo, si se quiere) es algo menos impecable, en ocasiones peca de reiterativo y algunos símiles son algo vulgares en su empeño por no excluir al lector no iniciado, pero en conjunto constituye un ameno acercamiento a la historia de la novela y a las teorías del estilo novelesco a través de una serie de ejercicios de close reading para legos y una reflexión crítica (que no esotérica) sobre la traducibilidad de la literatura. No hay lugares comunes ni se aceptan a ciegas las ideas de los autores discutidos (Nabokov, quizá, el que más).
La bibliografía secundaria es parca y a los autores comentados (de Flaubert a Bohumil Hrabal, pasando por Machado de Assis) podrían añadirse otros (se me ocurren Faulkner o Cortázar), pero el libro no tiene afán totalizador y demuestra, en cualquier caso, que el autor no se ha circunscrito a la literatura anglófona. Y aquí entra en juego la traducción: del mismo modo que Thirlwell admite que su conocimiento de los autores rusos y checos se debe a traducciones inglesas y francesas, señala también que si Pushkin pudo leer a Laurence Sterne y adoptar con éxito algunos de sus recursos, lo hizo gracias a las imperfectas versiones francesas:
Por más que me incomode, resulta obvio que tanto en Río de Janeiro como en San Petersburgo, seguía siendo posible, gracias a la lectura aproximativa de una tosca traducción, reconocer las intenciones Sterne y desarrollar sus técnicas (pág. 373).
Estamos ante la vieja querella: ¿la traducción mata el estilo y la poesía, o es precisamente el estilo y la poesía lo que resiste incluso a una mala traducción? Thirlwell es partidario de lo segundo, sin perder de vista que, como bien sabemos los traductores e ignoran los teóricos, no existen (hélas!) recetas mágicas:
No es posible establecer reglas generales sobre la traducción: las ambigüedades son demasiadas. La teoría de la traducción puede ser distinta para un poema y para una novela. Todas las teorías de la traducción dependen del género. La teoría que conviene a la traducción de un poema puede no convenir en absoluto a la hora de traducir una novela. O, más aún, la teoría que conviene a una novela puede no convenirle a otra (pág. 396).
El libro, aparte, repasa un buen número de anécdotas de la intrahistoria literaria que darían material para varios posts. En cuanto ordene mis notas pienso escribir alguno.
Coda: Me cuenta Juan de Sola que la traducción castellana, de Aleix Montoto, está terminada y que pronto debería aparecer en Anagrama. Yo iría encargándola.
[…] espacios en que pueden ir de la mano. De ahí mi reivindicación, una vez más, del libro de Adam Thirlwell, porque en él un novelista que habla de historia de la traducción termina ejerciendo de apuntador […]